La mujer del bombín me mira (¿me sonríe?) desde ese rincón de mi habitación que no existe, que es un rincón de mi alma, la parte donde el techo termina de estrecharse intentando tocar el piso. Ahí está ella, con su sombrero, no puedo dejar de mirar su cara y su sombrero, ignoro completamente si está vestida o si está desnuda, la mujer y su espejo. Y en mi habitación ya no hay más nada, sólo ella, su espejo y yo. Y tras de mí un espejo que no es más que yo, si me muevo el espejo va conmigo, es parte mía, como ese espejo mal clavado que Kafka hace temblar.
Entonces sé que no soy yo, sino el espejo, y que ella es su espejo, que los cuerpos no están, sino en el espejo, y su cara, y el bombín. Y nos repetimos, nos reflejamos al infinito una y otra vez dentro de nosotros mismos. En esa gloria, en ese orgasmo reflectivo, en ese ver lo que el otro ve de nosotros, en ese acto de abstracción del concretismo, si se puede, renacemos.
Y despierto, vuelto a nacer, entre mis montañas de libros, sólo para ojear el rincón y ver que no está más frente a mí, pero sí repitiéndose en mi espejo interior, una y otra vez, dibujándose dentro de mí.
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